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chas, cuya carne era deliciosa; así que tampoco paéáha– mos hambre. Del Tir.iká desembocamos al río Caroní, que aquí es todo un respetable y señor río, pues, amén de sus pro– pias aguas 1 tare las del Yuruaní, las del Surukún, las del Aapanhuao, las del Karuái y las del lká, con cien y cien riachuelos de menor importancia. Me informaron los nativos de esta región que po1· el Caroní arriba también había indios, y decidí visitar– los. La navegación volvió a hacerse penosa; el río traía mucha corriente; abundaban los raudales y saltos. En éstos teníamos que descargu la enriara, pasar las mercan– cías por tierra unos quinientos o mil metros hasta la par– te superior, y luego arrastrar la canoa con grande difi– cultad por entre las piedras. También tuve, a veces, que agarrar el canalete y remar con fuerza, porque la im– petuosidad de la corriente nos arrollaba, amenazando meternos en los borbollones o sumideros que con fre– cuencia había, donde las pequeñas embarcaciones corren serio peligro; las manos se me despellejaron por la falta de costumbre. Total, que trabajábamos todo el día co– mo negros y apenas avanzábamos. Al verme por aquellas soledades tantos días, tan le– jos de la civilización y tan solo, con aquellos indígenas de pocas palabras, me entraba como una especie de autosugestión de que, en vez de civilizar yo a los indios, eran ellos los que me arrastraban a mí a un estado de ralvajismo, en el que me hallaba ya envuelto sin acertar a salir de él. Anochecido dimos con un rancho en la margen iz– quierda del río, habitado solamente por cinco personas, llevaba el nombre de Apuremé. ¡Qué tristeza y desola– ción siente uno cuando después de tanto trabajo y fati- 207
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