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desinteresado, bien lo sabía yo, y así a cada uno de ellos hube de retribuirle con algún objeto de los que yo He– vaba, que en fin de cuentas me salió caro. Va la prueba de ello en el siguiente caso, el cual pone de relieve la idiosincrasia y mente pueril de estos indios: A uno le retribuí un pantalón nuevecito y bien cortado. Se quedó suspenso, mirándome un rato. Ya sa– bía yo que esperaba otro obsequio, porque él me había hecho dos regalos; mas, haciéndome el desentendido, seguí distribuyendo a los otros. Se fue ... , volvió ... , daba vueltas de aquí para allá ... Al fin , carraspeó y dijo: -Padre, yo dando a ti piña y además cambures. -Y yo te he dado unos pantalones. ¿Qué quieres'? -Otro regalo. Le quito los pantalones y le doy un cuchillo. Se puso lívido; se le iba el alma tras de los pantalones bonitos, y alargando la mano hacia ellos exclamaba: -Pero yo haciendo a ti dos regalos. -Pero, hijo -le repliqué--. ¿No ves que sólo los pantalones valen más que la piña y los cambm·cs'? -Pero yo haciendo a ti dos rngalos. Y no paró hasta que se quedó con los dos ob~equios. A propósito de esto voy a referir aquí lo que otra vez observé entre estos mismos indios de la Gran Saba– na: Habíamos regalado en la Casa-Misión una vaca al cacique Joaquín, advirtiéndole que la conservase y cui– dase para tener cría de ella. Llevóla muy contento a su casa. Mas al poco tiempo encaprichóse de ella otro indio, el cual se la pidió en negocio. -Está bien -dijo el cacique-. ¿ Y qué me vas a dar tú a cambio? -Te traeré un vestido bonito para tu mujer -con– testó el otro. 178

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