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filantropía, en compasron o en otro sentimiento afín como amistad o simple compañerismo. En definitiva, sucedáneos equívocos. Por eso no es de extrañar que cuando el hombre se queda en el plano horizon– tal se deja llevar siempre por los sentimientos e, in– conscientemente, pone sobre el corazón carteles ex– clusivistas: "reservado el derecho de admisión". El amor cristiano, en cambio, deja entrada libre a todos los hombres, sin discriminaciones de edad, ni de ra– za, ni de color, ni de creencias ni de ideologías. El hombre, visto desde Dios, tiene un origen y un destino: viene de Dios y camina hacia Dios. Es ama– ble porque ha sido hecho "a imagen y semejanza" de Dios. Cuando se prescinde de esta relación fontal y final con Dios o cuando se niega por la pasión, el pe– cado o el envilecimiento, el hombre se encuentra con su pequeñez. Y hay que rescatarlo y reponerlo en su dignidad sobrenatural para poder amarlo. Hay que agudizar mucho la fe para descubrir en el hermano a Cristo y poder amarlo. Y así el prójimo es Cristo. Esta transfiguración del prójimo -su trasvase a Cristo o, en lenguaje paulino, su "inserción"- de injerto- en Cristo-, nos lo pre– senta en su total dimensión humana y sobrenatural. Pero sin esta referencia falta la sustancia misma del amor cristiano, su "razón de ser". Es preciso que es– to quede bien claro porque de otro modo se mutila el mensaje evangélico en lo sustancial: quien ama al prójimo ama a Cristo, quien desprecia al hermano desprecia a Cristo. Para evitar el malentendido fatal, Cristo califica el amor cristiano con apostillas expresas: "en mi nom– bre", "por causa de mi nombre", "en atención a que son discípulos míos", "con los humildes", "por el rei- 59

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