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sana independencia con el descaro, la ejempla– ridad con la hipocresía, la prudencia con la co– bardía, la intransigencia con la fidelidad al de– ber, la austeridad con la tacañería. Los mismos hechos obedecen con frecuencia a razones dis– tintas: 'E/ comprador de horas" que protagoni 0 za un sacerdote celoso pasa la noche en una casa de prostitución, pero no ha idq impulsado por la carne, sino por el espíritu. Se le puede acusar de imprudente, pero no de lujurioso. Para saber discernir el trigo limpio de la cizaña hay que conocer la intención y esto rebasa todas las. capacidades del hombre. Sólo Dios, que co– noce al hombre en su raíz, puede ser juez justo. Con la misma medida. La experiencia personal nos invita a ser cautos a la hora de emitir juicios de valo~ sobre el prójimo. ¡Cuántas veces he– mos obrado con rectitud y con una limpieza ex– traordinaria de miras y nos hemos encontrado con interpretaciones torcidas! Otras, en cambio, hemos recibido felicitaciones que tuvimos que rechazar en el fuero de la conciencia porque no fuimos nobles ni sinceros con la verdad al ac– tuar. El único juicio aceptable en un hombre .bueno es el juício caritativo. Tenemos que ver en el prójimo un "duplicado" del propio yo, otro yo, para no aplicar la ley del embudo, tan frecuente en la convivencia. Cristo dio en el clavo cuan– do nos mandó amar .al prójimo .como a nosotros mismos. Sabía. lo sensibles; lo comprensivos, lo · i'abulosamente generosos que somos al juzgar en causa propia.. Por eso e.s un poco sorpren- 55
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