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creyente pero la fe no influye decisivamente en la vida. La fe es cada vez menos ardiente, pero queda un poso "cristiano" aún después de haber abandonado de he– cho todas las prácticas religiosas. Es el testimonio que nos da Antonio Machado de sí mismo: "Creí mi hogar apagado, y revolví la ceniza. Me quemé la mano". (Proverbios y cantares, LVIII) Poner fe en estas almas es remover la ceniza para que la brasa quede al descubierto y dé calor. Y para ello hay que reafirmar sus vacilantes criterios cris– tianos ante los problemas decisivos del hombre en este mundo y al otro lado de las fronteras del tiempo. Es preciso formar la conciencia cristiana de estos hom– bres a la luz de Dios. La fe aparece en el Evangelio como aceptación in– condicional de Cristo: del Cristo Dios y Hombre, del Hijo del Dios vivo. La negación de la fe es cerrar las puertas y no recibirle. Por tanto, la tarea del hombre de Dios es predicar a Cristo y presentarlo tal como es para provocar un compromiso que no admite dilacio– nes. Llama Cristo y los suyos lo s guen inmediatamen– te, dejándolo todo: padre, madre, hermanos, haciendas. Cuando Cristo llama no se admiten evasivas ni arreglos ni treguas. Poner fe es ayudar al hombre a decidirse en esta respuesta que marca para siempre su destino. Poner .fe es formar actitudes cristianas, criterios que broten del Evangelio, conciencias convencidas de que lo único importante de verdad es Dios. El mundo de hoy necesita predicadores de la fe que se va apagando. Y este mensaje de salvación es mucho más decisivo que otras ocupaciones que siem- 29

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