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liar, la preocupación intensa por los otros, el amor, en una palabra. El diálogo se caracteriza por su abertura y por su universalidad y se pone en marcha cuando hay liber– tad para que cada uno -piense como piense- expon– ga sus opiniones. De aquí que los bloques monolíticos degeneren siempre en el "monólogo": las distintas vo– ces son monótonas repeticiones de la misma idea, diri– gida y orquestada por el grupo. Se pone el veto a los que disienten con lo que se crea una literatura confor– mista y tribal, rutinaria y casera que huele a "ence– rrona". Por desgracia, abundan mucho los botones de muestra -que no vamos a señalar porque son de so– bra conocidos- dentro de nuestras fronteras. Y no nos referimos ahora para nada a la política. Nuestra literatura religiosa discurre por cauces turbios de polémica y enfrentamiento. Son una aburrida tribu– na monolítica en la que se oyen siempre los mismos tó– picos porque se ha reservado el derecho de admisión y queda prohibida la entrada al contraste de parece– res. Cuando recibís una revista ya sabéis de antemano quiénes colaboran y cómo piensan y qué os van a de– cir: prosigue el bostezante monólogo, aunque se llene el escenario de personajes maquillados que, sin ma– quillaje, son siempre el mismo. Pablo VI estudia ampliamente el tema en la terce– ra parte de "Ecc/esiam suam". El diálogo ha de ser claro, afable, confiado y pedagógicamente prudente. La claridad es imprescindible, ya que hablamos pa– ra entendernos. Ortega y Gasset decía que la claridad es la caridad del estilo. La afabilidad incluso en el caso de que no se pue– dan aceptar los criterios ajenos. Es de una incorrección brutal herir a las personas para apuntalar más las opi- 264

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