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laga dar, mientras que sentimos cierto pudoroso rece– lo a la hora de recibir. Parece que la aceptación de lo que nos da el prójimo nos humilla porque, en principio, pensamos que tenemos toda la verdad y nos envane– ce el poder compartirla y darla. Sin embargo, escu– char es grande por eso, porque aceptamos el don del prójimo aún creyendo que nos encontramos en dispo– sición de dar. En el diálogo el intercambio es constante. Damos lo mejor en la medida de nuestros talentos. Y acepta– mos, sin escrúpulos, lo que nos brindan. Compartimos la mesa, compartimos la amistad, compartimos la glo– ria, la tristeza y la esperanza. Cuando no hay más que un solo corazón y un solo espíritu el diálogo brota es– pontáneamente. Cualquier observador de la vida social puede con– cluir que se discute mucho y se dialoga poco. Se pue– de hablar mucho, se puede hacer un gran alboroto sin descender al terreno del diálogo. Un mitin no se pa– rece en nada a lo que entendemos aquí por diálogo. Sin embargo, una convivencia tranquila puede rezumar diálogo por todos su poros. En efecto, hay gestos, mi– radas y silencios que expresan contenidos profundos. El diálogo satisface la necesidad humana de saber y cumple el misericordioso oficio de enseñar. Los hom– bres empiezan a aprender de verdad cuando recono– cen humildemente que ignoran muchas cosas. Pregun– tar es querer saber. Responder es querer enseñar. Co– mo el diálogo incluye ambas cosas es el procedimiento más honroso de la convivencia. Por eso la pregunta decisiva en el "test" de ingreso del ciudadano en la sociedad debe formularse así: "¿Tiene capacidad para el diálogo?". El "yoísmo" es una actitud descaradamente ego- 262

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