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para comprenoer lo que nos dicen, para situarnos es– pi ritualmente en lugar del interlocutor, para ahondar en las razones que explican o condicionan criterios que quizá personalmente no compartimos. Esta com– prensión y este esfuerzo nos colocan en una perspec– tiva nueva y nos descubren horizontes nuevos. ¿Quién no ha experimentado con frecuencia que los enfoques del prójimo son más luminosos y realistas que los pro– pios? El diálogo, así llevado, enriquece los puntos de vista personales con la experiencia y la sabiduría del prójimo. Los descubrimientos modernos de la ciencia y de la técnica han comprobado experimentalmente las li– mitaciones del hombre. El progreso humano descubre realidades nuevas, mundos extensos insospechados, maravillas natuales de las que no había noticia. Sin el esfuerzo por la conquista progresiva del universo el hombre viviría aún en la edad de piedra. Quien defen– diera hoy a capa y espada su mundo nostálgico de arados y romanzas pastoriles renunciaría al mundo nuevo, mucho más confortable, de los viajes espacia– les, del ecumenismo, de los medios de comunicación social. Saber dialogar es mucho más que prestar atención cortés a las palabras del prójimo. Es hacer un esfuer– zo por calar en su intención y por potenciar su alcan– ce y su contenido. Tal esfuerzo descarta de raíz toda preocupación polémica. No se escucha para dar tiem– po a la réplica o para localizar los puntos flacos de la argumentación ajena. Se busca la verdad y se reciben con agrado hasta las lucecitas más insignificantes en apariencia. Dialogar así es cercenar de raíz nuestro egoísmo. En lo espiritua1 como en lo físico nos gusta y nos ha- 261

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