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también exteriormente. Fue tal su amoroso esfuerzo que le brotó la sangre del corazón hecho una herida abrasadora y ce los pies y de las manos. No podemos nosotros alega~ que lo importante es grabarlo en el al– ma, si este alegato es un pretexto para evadirnos de la urgente y di·Jina responsabilidad de ser "alter Chris– tus", otro Cristo, otra vez Cristo. Cristo reencarnado en nosotros. Todo intento de renovac1on que no se inspire en la búsqueda dolorosa y apasionada de Dios y en el esfuerzo por imitar a Cristo se derrumba por falta de fundamento. Quien piensa que la oración privada y comunal es un lastre monacal acusa un desconocimien– to culpable de las fuentes primitivas del franciscanis– mo y de la sustancia del Evangelio. Cristo se retiraba frecuentemente a orar. Pasaba noches enteras en ora– ción. Y Francisco dedicó más espacio a la oración que todos los monjes de su tiempo. No era un hombre de oración, era una oración viviente. Para él la oración no era sólo una intensa reflexión y un encuentro amo– roso con Dios Siguiendo a su biógrafo Celano hay que afirmar ro~undamente que Francisco era "la ora– ción", un hombre "hecho oración", una oración vrvien– te. Francisco no se encontraba esporádicamente con Dios, vivía habitualmente traspasado por su presencia. la oración de Francisco rezuma reciedumbre, viri– lidad y esfuerzo. Y eso que disfrutó como nadie de los favores de Dios. Pero en la oración sufrió hasta la amargura de la cruz puesto que en la oración fue tras– pasado por el Querubín. Nada de la suavidad empala– gosa de los devocionarios sentimentales del siglo pa– sado. Su forma de orar se entronca en la solidez de la Santa Biblia donde aparece Dios en toda su grandeza, enaltecido, glonficado y adorado. 219

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