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pide y la real mpotencia humana, entre lo que Dios da y lo que el hombre está dispuesto a recibir. Hay una lucha dramática desde el primer deseo de servir a Dios, '.)Uya raíz es el convencimiento luminoso de que "puede dar más el señor que el siervo" hasta que el hombre se decide a tomar en serio los planes divinos con un humilde y esperanzado "Señor, ¿qué queréis que haga?" Y un esfuerzo titánico para provo– car una ruptura con la vida pasada y, quemando las naves, comenzar la vida nueva. ''Señor, ¿qué queréis que haga?" Es decir, ¿Qué 1 queréis de mí" Es la capitulación del hombre ante el acoso cerrado, contundente y, salvando la irreverencia, un poco despiadado de Dios. Es la impresión que cau– sa Dios cuand::, entra a saco en el alma y la toma en serio. Dios apremia y hay que decir que sí, no una só– la vez sino siempre, en el eslabón interminable de ca– dena que lleva a la santidad. El hombre que tome en serio ta oració, está condenado, por suerte, a renovar su "sí" innumerables veces en la. vida. Y Dios no se anda por las ~amas: cada vez que pide podemos te– ner !a comple-.a seguridad de que va al grano: pide siempre lo que más cuesta. Da donde duele. Lo cierto es que, cuando el hombre se rinde, no puede poner condiciones. Dios quiere una rendición incondicional y, con razón, puesto que de El parte la iniciativa. Y lo grave del caso es que nunca violenta las libres opciones del hombre, dejándole la pavorosa y maravillosa determinación de decidirse. Es un voto de confianza a la libertad del hombre. Y como se im– pone por el anor, quien acepta sus directrices ya no podrá descansar hasta la muerte. Teresa de Jesús se quejaba de lo tremendamente duro que es Dios con los suyos. 217

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