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bres, de profundizar creencias, de quitar las goteras de la vida confortable y burguesa con un reteje total de disciplina, penitencia, retorno a Dios y testimonio an– te los hermanos. Esta es la primera exigencia de la verdadera ora– ción: encontrar a Dios es comprometerse a "cambiar de vida", a emplearse a fondo en una "renovación" que exige la renuncia total al mundo en todas sus for– mas, a la carne con sus rebeldías y al demonio con sus instigaciones. La oración termina siempre -si es verdadera, claro- en una entrega incondicional a los designios divinos, en una disponibilidad sin tregua a sus exigencias y en una decisión improrrogable de se– guir el camino trazado por Dios: "Señor, qué queréis que haga? A la cruda y poderosa luz de Dios, el hombre des– cubre y decide su destino. No le queda más opción que aceptarse tal como es ante Dios, pero con la ur– gencia irreversible de ser lo que tiene que ser por vo– luntad expresa del cielo. A la luz de Dios, el hombre de oración se siente infinitamente distante de su ideal viviente: Dios mismo. Y brota mansamente del alma, abierta a la plena luz de lo divino, el reconocimiento alborozado de la grandeza divina y de la propia peque– ñez humana: -"Dios mío, quién sois Vos y quién soy yo". Este es el resultado de la búsqueda. Pero, ¡cuánto camino andado antes de llegar aquí! Un camino sem– brado de dudas, de incertidumbre, de vacilaciones, de forcejeos con la gracia, de regateos innobles con Dios, de desánimo ante la desproporción de lo que Dios exi– ge y el hombre está dispuesto a dar, entre lo que Dios 216

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