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Con lo dicho basta para que se derrumben por sí mismas las teorías facilonas del optimismo. Hay quien lo confunde con la ingenuidad, con la inexperiencia, con el desconocimiento de las dificultades reales de la vida.;EI satisfecho de sí mismo no tiene nada que ver con" el optimista. Hemos visto el descontento pro– fundo, la lucha dramática de Agustín cuando se deci– de con un esfuerzo que sacude toda su sensibilidad a convertirse a Dios. Y en ese descontento, en esa lu– cha amarga, en ese grito dolorido hemos visto la ex– presión perfecta del optimismo. El optimista conoce de cerca las dificultades y analiza los riesgos. Sabe que en el mundo hay muchas cosas que no marchan o que marchan mal. Se siente a disgusto consigo mismo y no se conforma jamás con lo que hace. Pero, por encima de sus fragilidades y de la mala voluntad de los hombres; por encima de la fealdad, de la injusticia, del deshonor y del mismo crimen está la seguridad del futuro en manos de Dios. Tiene en sus manos la evidencia del esfuerzo, del riesgo y de la caída, pero todavía se siente optimista y no se confiesa derrotado. Y grita: "mañana". El optimismo es compaginable con la evidencia de las fragilidades propias y ajenas y cuenta con el ries– go y el fracaso como normas frecuentes en la vida del hombre. Lo que no admitirá jamás es a los derro– tistas. El optimista que, como ya dijimos, es un hom– bre maduro tiene la experiencia de que una batalla no es la guerra: se puede perder una batalla, varias batallas y ganar la guerra. Y esta es la convicción que mantiene tensa la esperanza del optimista: al fin ven– cerá. Será mañana o pasado mañana. Es lo que le duele como una herida supurante: que ese mañana que grita como un ebrio se retrase tanto. Pero llegará. 166
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