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barro- al Señor que conoce el interior de los corazo– nes. "Gracias, Señor, porque yo no soy como los demás hombres". Es un reto diabólico al mismo Dios. Es una especie de soberbio y satánico endiosamiento, en el polo opuesto de la raíz y sustancia del pobrecillo hom– bre pecador. El fariseo intenta desbancar a Dios de su trono para ocuparlo él. Esta, es, en definitiva, la su– prema injusticia porque pervierte y adultera el orden jerárquico de Creador y criatura. El fariseo no va tan– to contra los hombres, por desnivelación del peor cla– sismo que es el espiritual, como contra Dios a quien considera al mismo nivel. Y Dios que humilla a los so– berbios y los resiste con fortaleza sitúa a los fariseos en su verdadero puesto, después de las prostitutas. El fariseo es un fanático de las apariencias. No le importa ser sino aparecer. Todo lo hace en función del cartel, del brillo externo, del propio yo. Por otra parte, se sirve de la religión como trampolín o rampa de lanzamiento de su estúpida y sutil vanidad. Lleva las frases bíblicas sobre su frente y en su boca pero es para que se vea que es un hombre espiritual, para ser glorificado y admirado y tenido por bueno. Es un utili– tarista de la religiosidad que le hace subir en el esca– lafón a los primeros puestos. Aquí se advierte, una vez más, la ambivalencia y el equívoco del comportamiento externo. Todos los gestos del fariseo persiguen la misma meta: ser consi– derado como espiritual, como incontaminado, como pu– ro. Pero resulta que, a través de ese montaje de ejem– plaridad, el Maestro ve que el corazón del fariseo es– tá lleno de maldad y de rapiña. La presunta dedicación al espíritu es pérfida egolatría. 136
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