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mortalidad de nuestra alma. Si todo termina con la vida temporal, no es necesario entregar el espíritu. Que en la hora de mi muerte pueda yo también exclamar con mi Salvador: "Padre mío eterno, en tus manos entrego mi espíritu inmortal." El Apóstol San Pablo escribía a su discípulo Timoteo: "Sufro, pero no me aver– güenzo ,porque sé a quién me he confiado, y estoy seguro de que puede guardar mi depósi– to para aquel día" (3). Si padecemos con El, también con El reinaremos (4). Y San Pedro: "Los que padecen según la voluntad de Dios, encomiendan al Creador fiel sus almas por la práctica del bien" (5). Nos recuerda esta última expresión. de Jesús que procedemos de Dios y que a El volvemos. Es nuestro principio, y será también nuestro fin. A El, pues, debemos dirigir toda nuestra vida y nuestras actividades. Vivir con Dios y para su gloria. A imitación de Jesús, en el lecho de muerte seremos sacerdotes que ofrezcamos el sacrificio de nuestra vida. Que nuestra última oración sea también: "Padre mío, en tus manos entrego mi alma y mi vida temporal. En cambio, dame la vida eterna." Adorámoste, Cristo, y te bendecimos por– que por tu santa Cruz redimiste al mundo. !3) Il Tim., I .. 12. (4) Il Tim .. II, 12. (5) I Petr., IV., 19. 371 -
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