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Pedro y Juan salieron rápidos en dirección del jar– dín sepulcral. San Juan, joven aún, llegó antes. Miró el monumento vacío y el sudario en desorden, pero no entró, hasta que llegó Pedro, fatigado y viejo. Cuando entraron los dos apóstoles, los lienzos esta– ban delicadamente plegados y el sudario aparte. En– tonces se iluminó el corazón de Juan "y creyó". María Magdalena estaba de pie junto aÍ sepulcro llorando. Las lágrimas hermoseaban sus ojazos ani– ñados de compasión y ternura. Llorando aún, se incli– nó lánguidamente para mirar dentro de la sepultura. A través de su llanto vió a dos ángeles con vestiduras blancas, que le preguntaron: "Mujer ¿ por qué lloras?" María les dijo su confesión de amor con la vehe– mencia de sus sollozos : ·Lloro por los pies taladrados, por los clavos duros, por su muerte, por su ausencia. Se llevaron a mi Señor y no sé donde lo han puesto... Y se volvió desconsolada par~ seguir buscando a Jesús. Junto a ella, un personaje desconocido con la la misma pregunta. "Pero mujer ¿por qué lloras?" Y, adivinando en Ia impaciencia de sus ojos, añade: "¿ A quién buscas?" María cree que es el jardinero y le dice con un acento suplicante en su energía: "Señor, si tú le llevaste, dime dónde lo pusiste y yo lo tomaré". Y se pobló el silencio de una vo:z única: María... ! Fué un momento inefable. La Í:nujer arrepentida miró a Jesús desde la gloria de su perdón. Y deshojó la flor magnífica de su juventud· sobre los pies del Maestro en el verde-oro del jardín de la Resurrección con ángeles y flores... "Maestro ... " No me toques, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis her– manos y diles: "Su 1 1JO a mi Padre y a vuestro Padrep a 1111 Dios y vuestro Dios". 97

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