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geografía verde-azul del jardín, vestido de una blan– cura imposible para la nieve y hasta para el lirio. El cielo quedó lleno de su presencia como si todos los ángeles peregrinaran hacia el sepulcro en aquella ma– ñana. Se acercó a la tumba, vacía ya. Y esperó triunfal sobre la piedra la hora del mensaje más im– presionante de su mensajería: el mensaje que nos confirma en un anhelo único de supervivencia y eter– nidad, más allá de la losa que oprime y de las rosas marchitas. "Ya sé ,que buscáis a Jesús, el Crucificado. No está aquí. Venid y ved el lugar donde estuvo puesto"... Amanecida... La brisa ensaya su aletear temprano en el corazón dormido del jardín con árboles y pájaros. Se presiente el mar, lejano e imposible... Por el camino de Jerusalén, en dirección del huerto de José de Ari– matea, tres mujeres con perfumes para ungir a Jesús. María Magdalena, la pecadora de los ojos de misterio, que lloraron lágrimas buenas sobre los pies desnudos ,del Maestro. Desde el día del perdón, María supo de la paz y del amor. Se le perdonó mucho porque amó mucho... Con ella, María, la de Santiago, y María Salomé. Tres Marías para un solo anhelo : encontrar a Jesús, ungir su cuerpo, cerrar mimosamente sus ojos vidriados, besar su frente pálida... Con el apresuramiento y la emoción no han repa– rado en un detalle: la piedra es excesivamente pesada para sus manos femeninas. Ahora comprenden la reali– dad y se llenan de tristeza : ¿ Y quién nos correrá la losa del sepulcro? La conversación desemboca en el umbral del huerto. De pronto, María Magdalena, fija su mirada en el monumento. Y una exclamación rubrica su asombro: "Se lleraron al Señor... " 96

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