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a Jesús y de sus labios brota una súplica: "Acuérda– te ele mí cuando estuvieres en tu reino... ". Y las palabras de Jesús, en una promesa inefable: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso... ''. Jesús va a morir. Va a morir por amor. Dios no puede morir más que por amor. Sus ojos se van hundiendo pausadamente. Su res– piración es fatigosa y anhelante. Su cabeza se inclina sobre las palidez de su rostro. El horizonte azul se pierde entre cúpulas y gritos... Junto a la cruz de Jesús está María, su Madre, Ma– ría Cleofás, su hermana y María Magdalena. Con ellas Juan, el adolescente que sintió en la última Cena el latido amoroso del corazón del Maestro. María no pierde un solo gesto de su Hijo paciente. Lo mira en un dolor resignado sin palabras de protesta ni ade– manes extremados. Se comprenden en el lenguaje so– noro y lleno de sus pupilas. Es la hora de la confidencia... Jesús se inc·orpora brevemente y nos deja todo su amor en unas palabras inefables, que son su Tes– tamento. "Viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo, a. quien amaba, dice a María: Mujer, he ahí a tu hijo'',, Y dirigiéndose a Juan: "He o.lhí a tu Madre... ". María es el regalo de Jesús ya en el dintel de su ausencia del mundo. El regalo exquisito de su despe– dida fué lo que más necesitamos los niños: una MA– DRE. Así, una Madre toda con mayúsculas, pues en María todo es grande. Desde sus ojos hasta su Co– razón... Hora de sexta. El sol veló estremecido su rostro. Las tineblas es• 83

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