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le duele la insolencia del beso de Judas. Sus sienes gi– men de fiebre. Su imaginación se llena de presenti– mientos tristes... De pronto, un dolor nuevo sobre sus dolores. Allí... entre la turba curiosa e insultante, se abre paso el an– sia de un rostro femenino. Es su Madre... "Por entre el mar de gritos y blasfemias, flecha sutil y vigoroso dardo-, la mirada angustiosa de María-, buscó in– quieta otros ojos... Y al hallarlos-, Hijo, gritó su co– razón herido- y fué su grito sin palabras dado...- Levantó la cabeza ensangrentada- la víctima divina; abrió sus labios-, más también en silencio vió a su Madre-, lágrima viva, tembioroso mármol-, y la be– só en tumulto con los ojos;- y sin palabras se dijeron tanto- que la Madre y el Hijo se sintieron- en una misma cruz crucificados... Gritan los niños, gimen las mujeres-, rubrica el aire el restallar del látigo- y un río de inconsciencia y crueldades- al Hijo y a la Madre separaron... " (Sp., 539). María sintió que toda su vida lo había presentido. Y miró hondamente a Jesús a través de sus ojos con lágrimas. El lirio que iluminaba su rostro perdió su resplandor temprano. Se apagaron sus labios que guardaban en el estuche de su cariño todos los be– sos castos de su Hijo. Fué un dolor que llenó de pa– lidez sus mejillas hasta rebotar desbordante en la ca– lle larga y lenta de la Amargura... Adelante el camino brusco y pelado... A Jesús le duele la espalda, oprimida por la cruz incómoda y el caminar difícil. Sus pies se arrastran, torpes por la pendiente, estéril de flores y palmeras. El griterío que acompaña su subida al monte es como una ola gi• gantesca que se pierde en los acantilados del horizon- 76

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