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los tribunales políticos y religiosos. Los fariseos quie– ren legalizar el crimen horrendo de matar a Dios. No les interesa la responsabilidad interior ante la muerte del inocente. El caso es suprimirlo salvando su apa– riencia de bondad ante los hombres... Y forman el tribunal. Allí está el Sumo Sacerdo– te, orgulloso, altivo. Pregunta a Jesús con una frase llena de intención por sus discípulos y por su doctri– na. Los fariseos cambian sonrisas maliciosas y guiños expresivos... Ha tocado un punto vivo del mensaje de Jesús y Este va a responder. La voz serena del Rabbí se im– pone desde su Verdad: "Yo he hablado públicamen– te al mundo; yo enseñé siempre en la sinanoga y en el templo adonde concurren todos los judíos, y a es– condidas no hablé nada. ¿ Por qué me interrogas a mi? Mira, interroga a 10s que me han oído; esos saben lo que yo he dicho". La respuesta de Jesús los dejó per– perplejos con su ironía inteligente. Vino a aliviar lo difícil de la situación la intervención torpe de un es– clavo. Como todos los tontos apeló a la fanfarrona– da y dió un bofetón al Maestro, mientras le decía: "¿ Así respondes al Pontífice?". Sin otro expediente declaran culpable a Jesús por proclamarse Hijo de Dios. Una sentencia aparatosa, rubricada con un ruidoso escándalo de túnicas ras– gadas al oír la confesión, que hirió sus oídos como una blasfemia: "Efectivamente, yo soy el Hijo de Dios". Las últimas estrellas iban apagando tímidamente sus pupilas en la claridad del amanecer. Por eso no quisieron los judíos entrar en el pretorio para no con– taminarse. j Escribas y fariseos hipócritas ! j Ay de vosotros!, que teméis contaminaros para comer la Pascua y no teméis matar al Hijo de Dios... 66

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