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Tus velas blancas 1había11 anclado en mi carne. Y Tú sonreías... ... y seguías rbogando ... Te espanta el dolor porque no te has adentrado en el sentido del dolor. Ves en todo acaecer doloroso su silueta fría, casi únicamente su máscara espectral. Igual que el pequeño que toma ojeriza instintiva al médico y lo llama malo y lloriquea, porque no ve más allá de la crueldad aparente del pinchazo o del grito del tumor sajado. Por eso protestas contra Dios de mil modos. Des– de la blasfemia bruta hasta la quejumbrosa falta de resignación. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué? Amplía un poco el horizonte de tus ojos y verás perspectivas nuevas... Aquel pinchazo fué dolor. Te rebelaste y ra– biaste impotentemente como un crío consentido en su enfermedad. Pasó el berrinche y te sentiste eufórico de bienestar, sin el tumor que asaltaba sordamente las torres altas de tu alegría. Sí, en el fondo de tu alma -tersura de lago, des– pués de la tempestad-, sonreía el Padre bueno y se– guía bogando... No fué un descuido de piloto despis– tado. Fué una providencia para tu bien. No tomó en cuenta tu actitud. ¿Para qué? Cuando miraste la ver– dad desapasionadamente y saliste a las riberas de tu vida para agradecérselo, no viste más que un aleteo juvenil de velas blancas que rizaban tu lago como ri– sas de niño... Y al Padre, que había fingido el cansancio del sue– ño para probar tu fé... Vas a sufrir mucho en la vida. Por tu fragilidad, por los acontecimientos humanos, a veces.... sin sa– ber por qué. Sufrirás por el alejamiento, por la envi- 55

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