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Espíritu Santo, rasga el velo del porvenir con la mú– sica vidente de una profecía: "Ahora, Oh Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu sa,lucl, la que has preparado ante la faz ele todos los pueblos, luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel". Calló Simeón. En sus ojos hundidos brillaba un gozo grande, sin lágrimas... Griterío de ciudad cosmopolita. Romanos orgu– llosos de su poderío e indiferentes a los ritos judíos. Con todo Simeón, el anciano profeta, hablaba de una iluminación para los gentiles. Ante su espíritu, ilumi– nado por Dios, desfiló una multitud ingente de ado– radores del Niño a quien abrazaba, en un Pentecos– tés no lejano. ¿Vería el santo, en su júbilo, la bandera romaná que tremolaba en la Torre Antonia, convertida en la bandera blanca de la paz? ¿ Vería las banderas de to– do el mundo, como una bandada de palomas en ho– menaje al Niño divino? Tal vez, por eso· moría en paz... "Y ,gloria ele tu pueblo, Israel. ." ¡ Qué contraste! El pueblo judío, que asaltó el cie– lo con las oraciones más ardorosas; aquel pueblo de profetas, que vivía en una expectación tensa de su Mesías, no comprende el tiempo de su visitación. Es– tán a lo suyo .El pueblo sacerdotal que pedía lírica– mente a las nubes que se abrieran para llover al justo ha degenerado en una sociedad anónima de vendedo– res de pichones y de comerciantes vulgares... 40

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