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debilitación de'l organismo espiritual. Es algo así como una anemia que embota la iniciativa y prohi– be la victoria. El tiempo aleja al joven de Dios. Cada pecado oscurece la imagen divina que em– papa el ser del hombre. Cada olaudicación hace más frías las relaciones. Llega el día fatal ·del en– durecimiento. Dios que llama y no tiene respues– ta, porque el hombre, con nombre de vivo, es un cadáver. Dios que aguza el oído y no oye ni una súplica, ni un lamento, ni un grito porque el hom– bre está atrofiado por una pesadilla que lo inuti– liza para hablar. Dios que pasa al lado y toca vi– brantemente su trompeta de caridad y el hombre que continúa tirado por el suelo sin fuerzas para levantarse. Hasta que suena la hora de Dios. La hora del Crucero. Y el cristiano recuerda con pena su «deser– ción». Y a,l punto nace la confianza, rebrota la fe y se revive la infancia. Enseguida se pone en pie. «Hay que volver» -dice-. La juventud es como una borrasca que llena los ojos de arena y polvo. La pubertad que se ahoga por las exigencias cru– das del sexo es época de riesgo. Y el cristiano re– cuerda con nostalgia los días claros de su niñez. Y se 1pone de pie para empezar el camino. «Hay 89
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