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da actividad humana,, al hombre religioso le gusta conversar ante Dios. Que Dios es testigo de la acción más escondida, no le extraña nada al cre– yente recio de estas aldeas. Pero quiere, además, testificar con esta presencia del Crucero que Cris– to tiene una palabra que decir -y hay que contar con que la diga, pues puede decirla y se le obede– cerá-, una aclaración que sugerir, una ilumina– ción que rega!lar. Yo he visto al hombre curtido por la vida co– mo el canto rodado del río, ante el crucero en la soledad de la noche. El hombre sabe que Cristo es el mejor consejero y el más leal amigo. El conse– jo íntimo, la pena del alma, la preocupación más grave del hogar, ese anhelo de inmortalidad que muerde el corazón como una fiera voraz. . . son cosas del Cristo. El hombre sabe que el furor de las pasiones queda aprisionado en esta piedra ben– decida. Los odios son como olas desatadas que se rompen en ,el acantilado del Crucero, roca de Dios. Y esto lo sabe ,porque lo ha vivido. No es sólo la creencia .en el más allá. Es, antes de nada, una experiencia vital, ininterrumpida. Por la noche estrellada se ahogan unos gemi– dos. Es el hombre cansado, atribulado, pesaroso que ha ,escuchado la invitación del Cristo. Dice 85

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