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... r son sus ojos, ¡leré!, como luceros. ¡Ay, quien pudiera siempre mirarse en ellos!» Aquí termina el itinerario infantil. Los mnos han hecho un corro en torno a una cruz de piedra. Es ~l Crucero. Los niños callan. Reina ese impre– sionante silencio de la mañana, sólo turbado por la natura leza o por la plácida irritación de un gallo cantor. Es la hora de la ofrenda. Los niños se sumen unos segundos en el recogimiento y ha– cen también su plegaria. De pronto, todos miran al Crucero. Tiemblan sus labos con una oración densa que quizá no entiendan del todo. Y se arraciman en torno a la piedra bendita para poner sus ramos so– bre el amor del Señor. Conservo una «foto» del Crucero, cubierto por el derroche de las flores que le dieron los niños. Y si «dar un vaso de agua por compasión al hermano y por amor de Dios no que– dará sin recompensa», que lo afirmó Cristo, ¿qué compensación habrá para esas flores? El Crucero del pueblo es igualmente frecuen– tado y amado por el hombre. Ya es tradicional la «tertulia» dominguera al pie del Cristo. Como si fuera un rito casi sacro to- 84
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