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puede amar a Dios como fr. Buenaventura, el teólogo». El observador que ama lo anecdótico está a punto de perderse en los datos legendarios y en las prácticas inmemoriales. Lo fundamental no es aquella oración rara que reza el ancianito todos los días al levantarse y al acostarse. Ni el ensalmo que compuso la «meiga» la noche de San Juan. Ni el himno litúrgico, corrompido con interpola– ciones e incorrecciones de léxico. Hay que bucear en el fondo y ver a Cristo que ha madurado espi– ritualmente a esta aldea desde el Crucero de pie– dra, labrado por inexperta mano. E!l pueblo católico siente con una grandeza ejemplar la presencia de Dios. Y el crucero añejo encierra en sus venas retorcidas la corriente vital de varias generaciones. Ha cambiado el perfil ex– terior de estos pueblos. ¡Gaudeamus! Ya no existe aquel ais!lamiento de los antepasados que bajaban o subían a la ciudad una vez en la vida. No. Aho– ra la vida se impone y hasta los niños han visto la ciudad una cuantas veces. Los prohombres han visitado Madrid. Y no es raro que alguno tenga teléfono particular para hablar con el hijo que viaja por mar y hace escala en los puertos próxi- 76
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