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entonces, ¡qué riqueza humana y sobrehumana en esta lección de desprendimiento! Es que el hombre crucificado se deja despojar de la última rama y de la última flor. La vida se espiritualiza y se eleva cuando la renunciación al narcisismo nos in– jerta en la infinita amabilidad del fylaestro. El discípuilo del Crucificado da lo que tiene. Y pone en su dádiva tal complacencia, tan sincero regusto que el que recibe cree que hace un favor. Estar en lo alto con Cristo, pero saber desaparecer para que sólo Dios sea alabado. «Disminuir» de esta– tura para que sobresalga más Cristo. Escabullirse del ruido de la fama y de la gloria personal para estar siempre a punto en las horas del servicio hu– milde que rehuyen los ,ambiciosos. Y esto, con hombría, de modo que la hum~ldad no apunte a la exaltación, ni la alabanza se convierta en adu– lación de esclavo. El 'crucero ha perdido su bulto claro. En tiem– pos fué lugar de reuniones penitenciales. Se llega– ba hasta la ladera y se miraba frente a frente una imagen adorable. Hoy que sólo el símbolo de la redencíón y de la gracia. Ha desaparecido el tem– peramento definidor de un estilo regional. Pero así es más universal y rancio el sello santificador de la cruz. Cruz, sin espadas, ni esponjas, ni gallos 53
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