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que el motivo escueto e inalterable. Dos brazos largos, adelgazados y ascéticos. . . . Es hora de meditar. Conviene contemplar el riesgo de la cruz sin imagen. La cruz sola, con su figuración molesta, fué en tiempos signo de ig– nominia. Hasta Cristo, nadie quería llevarla por temor de la infamia. Era el tronco aborrecible y aborrecido. Desde Cristo, la única que salva es Su Cruz. «Su yugo es suave y Su carga ligera». Pero, a su lado, hubo una cruz agrietada, maldita, en– vilecedora. El ladrón endurecido toleró la cruz porque estaba atado. A pesar de ver cómo se lleva la cruz con elegancia y con personalidad no quiso amarla. La aborreció y murió en sus pecados. Hoy sucede igual. Para el cristiano dócil la cruz ha sido con gran frecuecia «símbolo» de amor, «sig– no» de redención, principio de una vida limpia y llena de Dios. Pero, cuado se odia, la cruz es pe– sada, burda, inaguantable. Todo el misterio de la cruz tiene un único guardián: el amor. Quien pi– sotea el egoismo y se pone en las manos del Señor, se apasiona de la cruz de modo que la mayor cruz es no tener Cruz. Me gusta venir caminando hasta el crucero de la imagen borrosa. Conviene dejarse llevar por la sugerencia. Y 52

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