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desde que sabe que «la figura de este mundo pasa». Con más temor, acaso, porque hasta las '.5ombras son un consuelo. Y el hombre está hecho de la materia de las sombras, que dijo el autor dramático. El esfuerzo del santo es titánico. Le cuesta sangre. La otra vez lo encontré sereno. Ahora parece absorto y temeroso, como en la vida después de las grandes visiones. En sus poros se adivina la san– gre, sólo oculta por la virtud. Pero... también los santos lloran. Llora hasta la piedra, azotada, in– sultada, abofeteada por el tiempo. Y no hay que extrañarse. Dolor y sangre son dos tiempos de la misma historia. El hombre permaneció al margen del sentido providencial de la sangre. Por el influjo de antiguas creencias, fruto de la superstición, derramó san– gre humana como ofrenda a sus ídolos. No servía la sangre sino para detener las espadas de los dio– ses. Hasta que «en la plenitud de los tiempos» vino Dios mismo a enseñarnos. El misterio de la sangre quedó aclarado por Cristo. Los hombres entendieron ,los caminos del Señor porque El an– duvo los caminos de los hombres. La historia es muy conocida. 42
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