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En la piedra de granito, vetusta y afilada por la lengua del tiempo, hay una figura de santo llo– roso. Se desconoce si la efigie es de · un monje o de un secular. Se pierde ya hasta el sexo. El santo -o la santa- vive con la mirada hacia el interior y se ase a la piedra, temiendo esta fugacidad tre– menda del cosmos que no'" tie:ne punto de reposo. Por consolar a este santo anónimo le he dicho que -al igual que en la vida- el tiempo y la soledad con Dios van madurando la carne para la perfección. Le he dicho que debería alegrarse porque el tabique de la carne impide, aunque sea en la estatua, ver de cerca al Señor. Y el santo ha sacudido su nervatura fuerte, agradeciendo mi consuelo. Sin embargo, se ve que le duele esta mo– lienda dura del tiempo, molinero que no respeta ni el trigo ni la piedra. El .hombre se agarra vio– lentamente ' al mundo. Y quizá con más pasión 41
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