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un brazo, truncado y mutilado, enseñaba por úl– tima vez el amor de Dios. Y el ángel del crucero se cubrió la frente lloro– sa con sus manos. Me infunde compasión el crucero roto. Antes, cuado se veía en él la efigie milagrosa del Salvador, la gente lo amaba, junto al camino. Pero ahora, ¿quién va a rezar ante una piedra aristada y tosca, cubierta de verdín y de zarzales? Ni siquiera el ave compasiva le dedica un rato de canto. Sólo los pájaros agoreros de la noche se su– ben a la piedra y huyen pronto sembrando el es– panto en un chillido hiriente. En mi camino de hombre y apóstol me en– cuentro a cada paso con el crucero roto. Y me da pena, mucha pena. Porque la vida es algo tan sa– grado que no se salva sin la presencia de Cristo, en perdurable actitud de ofrenda. Desde el crucero Jesús dicta el camino, todos los caminos. El que parte en dos los campos de trigo y lleva a la vega olorosa de frutales y roja de amapolas. El camino duro que taladra el monte, con recio olor a reta– ma. Y el camino que empieza en las ascesis del sentimiento y desemboca en la perfección. El Crucero dicta con veracidad: «Yo soy el 34

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