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El niño se fué y quedó vacío el nidal. La cu– nita sola -decidme- ¿no es algo parecido a esta viva plegaria que se encuentra al fin sin unos bra– zos divinos, abiertos y cálidos? CRUCERO roto... Conocí a una joven en la edad de soñar la vida. Y la ví un día con el pulso frío. Dejaba atrás unas cuantas frases compasivas. Al principio de la enfermedad sonreía, atenazando entre sus de– dos temblones de fiebre y agotamiento la esperan– za. La hora de la verdad fué impresionante, como la sacudida sísmica que resquebraja la montaña. Los hombres pensaron que el porvenir se había roto. Y yo pensé en la piedra dura, tirada por el suelo y sucia ya entre los matorrales. Conocí a un hombre. Tenía todavía la imagen del Señor en su ino– cencia, No sabía que los hombres eran mlos. Des– conocía con una ignorancia sublime las torpezas de los hombres. Se alegraba infantilmente con el sol de cada día. Hasta que vino la maldad, agaza– pada como un ladrón, y el sol se oscureció. Hubo un ruido sordo de escombreras sobre el alma. Era en el reloj de la vida la hora fatal del mal. La ino– cencia -crucero de Dios- estaba entorpecida y vulnerada. Ya no se veía la imagen de Jesús. Sólo 33

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