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preparado para recibir en el aire de cristal el dar– do. fogoso de los ángeles y el Abrazo dulcísimo de torturas del Cristo. Un día recibí carta de Cambados. Rompí el sobre. ·Dentro, una letra serena, rápida, olorosa aún, me deseaba la paz. Y la paz caía a la altura del Crucero de los frailes. Cuando volví a Cambados quise rezar ante este crucero tan mío, por franciscano. Los frailes, aquellos hombres tiernos y crudos -como la viva llamarada de la hojita verde, como la recia cobertura de una fruta delicada- debían ser muy devotos del Cristo. Francisco mereció la visitación del Serafín porque pidió día y noche la ardida caridad que le trajo a Jesús hasta la muer– te. Desde las jornadas del Alvernia, que Kazantza– kis ha perfilado con tanto dramatismo, el monte , adquiere bulto concreto de oración :y de símbolo. Los montes tuvieron para el fraile del hábito gris un sitio -cueva, hornacina o matorral- para la meditación. Y para memoria, al aire libre de las cuatro estaciones geológicas, un Cristo. Porque así lo quiso el humilde y dichoso Padre seráfico. El Cruceiro dos frades queda en una plaza so– litaria, lejos del bullicio callejero. Sin embargo, el hombre de la calle que asciende la colina puede 25

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