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jimo. Dice bien de la soledad, pero siente la ur– gente llamada del universo: personas, cosas, ele– mentos y atiende con caridad. La soledad es me– nos bella que la hermandad. Francisco de Asís padeció también la 1;entación de la soledad. Vivió retirado en el Monte. Pensó que sería excesiva felicidad esto de vivir sólo para sí. En rigor, todo hombre profundo siente la atracción del goce contemplativo. Ese vivirse intensamente a sí mismo, olvidado de que el mundo existe. El goce de la soledad le invitó con sus campanadas nocturnas y melodiosas. Hasta que llegó la anun– ciación de la acción franciscana. Dicen que, in~ cluso en la vida espiritual, hay peligros de narci– sismo. Y Francisco de Asís le imploró a Dios para que le abriera su voluntad. En el Monte solitario, Francisco comprendió la voluntad divina sobre la vida franciscana. Y, al ponerse en manos de Dios, disponible como el úl– timo recluta, Dios le dió el crucero. No se lo en– tregó grabado en arcilla, ni en maderas olorosas, ni en la fuente clarísima. El crucero era la natu– raleza: los pájaros en vuelo, los hombres llevando la vida a cuestas con el fardo estéril del laboreo y de la pobreza protestada. El mejor crucero fué el 22
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