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«quiero partir tus dolores subiendo a la cruz contigo». El deseo de vivir en Cristo llega a hacerse dul– ce y agria obsesión. No importa que el hombre descreído -pobre de imaginación y de lealtad– ironice las prácticas piadosas. La actitud del cris– tiano es de robusta fe en la cruz que, a los ojos sucios del mundo, es severa y absurda. Todo el que ama la cruz ha regustado su divina sustancia. Ser crucificado, vivir el ocultamiento, renunciar a esa relativa felicidad que ofrece el mundo no es desgracia. Puede convertirse en una ambición. La cruz, desprestigiada por los esclavos de la carne, es cada vez mejor comprendida y más amada por los santos y por hombres que, sin haber logrado la santidad, obran movidos por el espíritu evangélico. La despedida del Crucero es una petición de cruz. ¿Qué mejor norma de vida? ... que vaya, en fin, por la vida como tú estás en la cruz; de sangre los pies cubiertos, llagadas de amor las manos, los ojos al mundo muertos, r los dos brazos abiertos para todos mis hermanos».
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