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cristianas, con el espíritu evangélico, con la elevación de miras. La voz de la sangre pro– testa contra todas las formas del mal. Ese contrasentido de que los buenos «giman y se entristezcan mientras el mundo lo pasa en grande» exige una sanción digna de premios y castigos. El mundo es un destierro y el hombre ave de paso. Acaba la figura de este mundo. Pero ni los impuros, ni los avaros, ni los soberbios, ni los injustos entrarán en el reino de los cielos. El infierno lo exige la justicia. Y ese propósito insobornable que el hombre lleva en su sangre contra el mal. El infierno queda abajo. Sin embargo conviene darse un paseo por aquellos lugares, no sea que tengamos que experimentar un día el rigor de sus llamas, por incautos. G. En lo más alto de la cruz. Donde vela el pensamiento de Dios que vino para redimir– nos. El cristiano tiene hambre de Dios. Quie– re ver a Dios, gozarlo sin ese espectro ne– gro de la duda. El hombre creyente ha de vivir vigilante, con los lomos ceñidos, para estar a tiempo en las bodas del Esposo. Hay que alimentar las lámparas para que no se 154

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