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hombres, mujeres y niños que necesitan reposo. La muerte es tan profunda que no tolera costum– bres superficiales. Los muertos quieren paz. Es an– ticristiano e inhumano llevar al camposanto las «modas» de los campos profanos. Pero esto no se tolera en los pueblos conscientes. En la ciudad sí. Se van introduciendo la envidia, los celos, la va– nidad. ¡Qué irresponsables las personas que le po– nen flores caras a sus muertos para humillar a sus compañeras que no disponen de dinero, pero tie– nen sentido común! El cementerio no es una can– cha de competiciones. Es el lugar de la paz. . . . «y que brille para ellos la luz eterna, Dios mío». El cristiano espera con firmeza la resurrección. Y estas tumbas prestan las figuras. Son imágenes vivas, sacadas de la naturaleza y del corazón. El hombre que cae un día segado por la hoz del tiem– po no muere. A tus fieles ---'Señor- no se les arre– bata la vida, se les cambia. Sucede todo como en la sementera y en la recolección. ¿Habéis visto al sembrador? El sembrador entierra eLgrano dorado porque sabe que renacerá centuplicado en el trigal. Sin embargo, para que el grano sea feraz tiene que morir. El cuerpo humano, igual. Se pudre 140
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