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un muerto que no necesita nada de nuestras estú– pidas riquezas? Por mi parte, prefiero la clase hu– milde: un poco de tierra tibia para calentar mis huesos hasta el día de la resurrección. Sobre los sepulcros de los ricos puede lucir su color la rosa artificial. Pero nunca brotará la planta humilde sobre el cuerpo, grano de trigo en la arada de Dios. Quiero como el poeta que, al dar mi cuerpo en tierra, broten de la tierra flores. La noche era clara por las lámparas prome– tidas. Estos cristianos robustos ponen junto a los su– yos lámparas de aceite. Y la cerca respetuosa convierte en un dormitorio acogedor este cemen– terio aldeano. A la luz de las lámparas es dulce pensar. Dejarse empapar de los testimonios cris– tianos de la resurrección. La luz le acompaña al fiel desde el día de su nacimiento a la vida de la gracia. Y no le deja ya más. Es posible que el hombre sea superado por el vértigo, por la pasión, por la fragilidad. Pero la luz de Dios llama, re– prende la fealdad, exhorta al buen camino. No hay que olvidar que cementerio es igual a dormitorio. Cualquier conversación superflua, el comenta– rio, la anécdota son una frivolidad a un paso de 139
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