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ces y pidiendo una súplica que es el remedio efi– caz que sufre los rigores del tiempo. No vió bien el poeta: «A un paso de la abierta sepultura había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor. El cielo puro y azul. Corría un aire fuerte y seco». Quedarse en este temor cósmico ante un hecho de trascendencia eterna como es la muerte es igno– rar u olvidar la gran verdad decisiva. Cierto que todo hombre huye del fantasma de la muerte que es verse solo, bajo la dura tierra, sin posibilidad de levantarse de nuevo a proseguir la vida terrena. Bueno será, con todo, no impresionarse demasiado por el fenómeno físico de la muerte que no es lo más trascendental de la muerte. El hombre infiel debe sufrir la tribulacióp. del sepulcro sin un ami– go, sin esa afirmación de consuelo que nos forta– lece a los cristianos. El espectáculo del enterra– miento de tejas abajo es la última crueldad del des– tino, una ramificación lógica de aquel pecado que llamó con acierto el ·dramaturgo «delito de haber nacido». 137
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