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afianzarse en las promesas de Dios, no por tan misteriosas menos verdaderas. El ojo humano no descubre más que despojos. La conmoción vital de verse un día enterrado. Y la duda mordiente de si el polvo volverá al polvo. El hombre pagano no debe trasponer el umbral del silencio porque es indigno de la paz solemne de los que «se durmieron y esperan». En este sa– grado recinto es preciso callar pues se ha venido a escuchar. Si se abren los ojos es para leer lo es– crito. Y escrito está: «Rogad a Dios en caridad por el alma de... » El cementerio es un lugar de meditación y de plegaria. Hay mucho que rezar. Y se cansa la voz de pedir luz, descanso y refrigerio. Pero añadiendo siempre a nuestra palabra el epíteto enorme. «Luz eterna», «descanso eterno», «refrigerio eterno». Somos muy pequeños para estar ante los que des– cansan en el Señor. Nuestras mismas palabras se quedan ·encogidas ante el misterio del más allá. El cristiano que visita el cementerio oye voces cla– ras. Y reza, pero no puede volverse. Queda un ca– mino largo que andar. Y muchos nombres que pronunciar. Al fin de la visita, cuando los enterra– dores repican el campanil, siguen urgiendo las vo- 136

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