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Señora, tú eres mujer. Eres madre. Te crucifi– caron al Hijo único, el mejor de todos los hombres. Estás preparada para comprender a esta triste mu– jer solitaria. Tú pasaste por las espadas frías de una agonía inconsolable. Viste morir a Jesús. Pero eres la Madre de Dios. Y sólo a Ti se te dió la for– taleza sobrehumana para «estar» de pie, sin con– cesiones al sentimiento. María estuvo junto a la cruz. Regó el crucero con las lágrimas de su alma doliente. Su cruz era inmensamente mayor que la de esta mujer joven, visitada intempestivamente por el dolor. No hay que olvidar, con todo, que la Virgen era magnáni– ma y ferviente, generosa y purísima. Estas madres que lloran son tan parecidas que me invade el cuerpo un escalofrío. Cualquier día esta mujer llo– rosa puede ser mi madre. Por el viento de la tarde cruza una sombra de nube. Nube negra la vida cuando ha naufragado un ser querido en aguas de la muerte. La historia del luto por el hijo muerto tuvo su «introito» y su pá– gina inicial en las cercanías del paraíso. Una nube negra descargó su veneno y arrasó los campos malditos. El rayo fulminó su fuego y murió el hombre. La muerte es el fruto ácido del mal. 128
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