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Dios- con el fuego del Purgatorio. Ya hemos di– cho que la vocación de «crucerista» acerca a Dios y afila el sentimiento de las perfecciones divinas. Y es que hay una distancia pavorosa entre el de– ber y el ser. Cuando Dios escoge a un hombre para sí no tolera a su lado otra amistad, por pura que se intente suponerla. Si el hombre ha escogido a Dios por única herencia, por su porción exclu– siva en el universo, ha hecho el mejor negocio de su vida. Como quien vende todo lo que tiene para comprar el campo donde está escondido el tesoro. Pero Dios es exigente, celoso, impaciente con los suyos. Exige porque es bueno. Y lo de menos es que el cuerpo se cuartee como una carreta de bue– yes en la cuesta pina. Dios dice siempre: «adelan– te». Y hay que seguir sin volver la vista atrás para regocijarse con el bien hecho. Porque el reino de los cielos es de los violentos. Dios confió el fuego a los elegidÓs. Tiene que dolerle mucho el frío, la apatía, el contentamiento de las cosas vanas. Es posible que le disguste ese estarse calentando tranquilamente junto al amor del hogar o revolviendo la ceniza, mientras se mue– ren de frío los hermanos de los suburbios o los gi– tanos que duermen al abrigo del puente o entre las ruinas de una casa hundida. 118

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