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con las exigencias del «credo» cristiano, tiene que pagar sus cuentas. Esto sin figurarnos a Dios como un capataz cruel, que no se desprende del látigo. Una cosa es la misericordia razonable. Y otra la justeza en la retribución del premio y del castigo. Dios es íntegro y justo y no puede ser aceptador de personas. La mujer del retablo pide misericordia a los suyos. Los cristianos son un mismo cuerpo, tienen un destino idéntico. Cuando duele un miembro se retuerce el cuerpo entero. Un dolor cualquiera ha– ce perder la paz al organismo vivo. No es, pues, cristiano acostarse en una comodidad simplista, ol– vidando que un hermano nuestro gime y necesita ayuda. Aunque haya que perder la paz -esa paz, digo, que es egolatría, orgullo y voluntad desorde– nada- es obligación rezar por el p;rójimo. Darle la mano con afecto y calor de hermano. Y dejarlo todo en poder de Dios: «Señor, que tu sierva se vea libre de las llamarad~s. No mires su flojedad, su vani– dad, sus deserciones. Contempla tu bondad. Y llévala pronto al lugar del eterno gozar. Para que te vea y se vea a sí misma. Para que se conozca totalmente al conocerte me– jor a Ti». 115
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