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El segundo ángel me evoéa otra escena de los Libros. Le rpregunto: -¿No fuiste tú el que dijo a María en el huer– to de la resurrección que no debía llorar? -Sí, le dije: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿Cómo es que buscas al que es vivo en el reino de los muertos?» Me daba pena. Me dan siempre pena los hombres que no conocen toda la verdad. Aquí pasa lo mismo. Vienen estas pobres gentes de al– dea y miran apenas al Cristo, pero no quieren ha– blar de él. No tienen un rato libre para escuchar las verdades de Dios. Por eso preguntan cosas in– coherentes. Después de veinte siglos es frecuente oír la interrogación de Magdalena: ·siempre bus– cando al cristiano: padre, esposo hijo, donde no está. Me canso ya de decir lo mismo: »¿Por qué lloras? Pero el hombre es difícil de contentar. La impaciencia ie quita el entendimien– to, serenidad y capacidad. Las lágrimas oscurecen la mirada. Y el apresuramiento produce can• sanc10» . . . . Es tarde. El rebaño baja del monte, melo– dioso de esquilas. Los pastores cantan una tonada primitiva, lenta, penosa, erótica. Los perros aúllan a no sé qué misterioso lobo escondido en la noche. 102
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