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madre siempre, la abnegada enferma era cuando el dolor llega, el mi– nistro de hacienda y de economía juntos que se cuida de que todo vaya bien. Muchos casados envidian al solterón. Pero siempre el solterón ha envidiado esa mujer que c¡uida del bienestar del esposo, de su salud y de hacer del hogar un nido adonde se anhela retor– nar con frecuencia. Da la paz. Los brazos de las mujeres sirven de trono a los niños, y de freno a los hombres. Es admirable ese sentido práctico de la mujer que sabe refrenar la ira desatada más de lo normal en él varón. No hace falta citar grandes trát&dos de paz, basta observar la vida de cualquier pareja humana. De momento es posible que ella grite más, salga de madre. Por eso dijo un filósofo: "Si llegas a donde dos mujeres riñen, sigue tu camino". Pero cuando ellas piensan, entonces tienen una tendencia natural a la paz del hogar. Porque la guerra es pérdida para ellas. Aún en las minfü,culaos ba– tallas de las esc;aleras y de los portales. saben meter a su hombre para dentro. Y saben consolarle de los posibles frac;asos de la lu– cha de la vida. Y le dan alegría. Hasta Santa Catalina de Siena, hoy doctora de la Iglesia, dijo: "Al fad,o de una mujer buena, las penas del hoon– bl"e se :r.er1!uc01rn a la mitad y los placeres se duplican". Se duplican las alegrías de los dos. Porque los dos han encon– trado su complemento. Y eso es encontrar la plenitud. Por eso quien. encuentra una buena mujer encuentra un tesoro. Y, general– mente, l?s encuentra quien las busc,a. El hombre ha de saber ele– gir. Le va en ello la vida y la felicidad. Quiero terminar con una máxima de Jouy, que bien se podría unir a toda esta serie de má– ximas del libro del Eclesiástico. Dice: "Sin las mujeres, al principio .de m.llesfra existencia nos ve.damos p:dvados de ayuda, a! mediar la vida de placeres y a su final de consuelo". 91
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