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Las hicieron sus esclavos, pero se convirtieron en esclavos de su pensamiento. Los esclavos fueron los maestros, en la cultura, de sus dominadores. No me resisto a omitir alguna de las leyes de Manu, que dice: "La mujer, durante su infancia, depende de sus padres; durante su ju– ventud, del nrn.rido. Cuando viuda, de sus hijos; y si no los tiene, de los pai·ientes más próximos del marido, y, si no los tuviera, del so.. bm·ano, porque fa mujer jamás debe gobernarse a su guisa". Y otra: "La mujer estéril debe ser :reemplazada a los ocho años; a los diez, aquella cuyos hijos se mueran; a los once, la ·que solo pare hijas y a fa que no habla con dulzura a su marido". Chocan estas leyes a nuestra mentalidad cristiana, aunque no siem– piee las repelemos como debiéramos. Restos de esa mentalidad y es– clavitud sobre la mujer laten en nuestra sociedad. Y en el mundo no cristiano están vigentes muchos de esos principios. Pensemos, si no, en el mundo musulmán con sus mujeres tapadas, con su poligamia, con su ausencia femenina a todos los niveles y con sus harenes. So– bre ellos la sentencia árabe: "Mahoma, después de haber mandado encerrar a las mujeres, suprimió el infierno". 19

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