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Las bienaventuranzas Hay en Nueva York, en tm edificio público, grabada en bron– ce, la siguiente oración: "Yo he pedido a Dios, fuerza para triun– far. El me ha dado flaqueza, para que aprenda a obedecer con hu– mildad. Había pedido salud para realizar grandes empresas. Me ha dado enfermedad para que haga cosas mejores. Deseé la riqueza para llegar a ser dichoso. Me ha dado pobreza para que alcanzara la sabiduría. Quise pode1·, para ser apreciado de los hombres. Me concedió debilidad, a fin de que llegara a tener deseos de El. Pedí un compañero para no vivir solo. Me dió un corazón para que pu– diera amar a todos los hermanos. Anhelaba cosas que pudieran ale grar mi vida. Me dio la vida para que pudiera gozar de todas las cosas. No tengo nada de lo que he pedido, pero he recibido todo lo que había esperado. Porque, sin darme cuenta, mis plegarias in– formuladas han sido escuchadas. Yo soy, de entre todos fo,;; hom– bres, el más rico". Esta oración parece absurda. Tan absurda como las bienaven– turanzas. Porque está en la misma línea. Nuestros planes son muy distintos a los de Dios, a los de Cristo, aunque nos titulemos cris– tianos. Pero sólo ese espíritu es lo que prende la chispa de la es– peranza en las almas, cuando las horas negras se abaten sobre la vida. No podemos dejar el premio de las bienaventuranzas, meramen– te para la otra vida: tampoco podemos prescindir de ellas en la tie– rra. Ese reino de los cielos, del que se nos habla en el Evangelio de hoy, es el reino escatológico del que tanto hemos oído hablar, aunque muchas veces no entendemos bien lo que significa. Y sig– nifica que tendrá su plenitud en la otra vida, pero su comienzo en ésta. Que la madurez de sus frutos los saborearemos allá, pero sus raíces están ancladas aquí. Las bienaventuranzas nos hablan de algo tan cotidiano como ri– queza y pobreza, dolor y amor, alegría y tristeza, paz y justicia, mi– sericordb y lágrimas. Y la solución de todos estos problemas, que están tan en carne viva, no podemos dejarl0s para mañana, como las charadas de los almanaques. ¡No! Sabemos, cierto, que su solu– ción plena estará en el más allá, pero es ahora mismo cuando tene– mos que comenzar a plantearnos el problema y tr-=itar de encontrar la solución. Si no despejamos la incógnita total, al menos, solucio- 190
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