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moral y unos princ1p10s tan sanos como los nuestros. En realidad, sin saberlo, están enraizados en una tradición cristiana. Por otro la– do tenemos que sufrir, cosa inevitable, los malos ejemplos que tan– tos que diciéndose creyentes: -católicos, apostólicos y romanos– no cumplen como tales. Llevan todo eso c,omo una careta. Quizá cumplen mucho peor que los ateos. ¿Qué hay que hacer ante eso? ¿Perder la moral? ¿Decir que todo da igual? Eso sería querer engañarnos a nosotros mismos. Lo que hay que hacer es comenzar por el principio. Y el principio siem– pre ha sido esa pareja humana, por la cual comenzó todo el bien y todo el mal del mundo. La Iglesia desea asegurar la fe de los esposos. ¿ Cómo? Primero con una instrucdón conveniente. Quizá no hemos tomado, concien– cia de todo lo que significa la evangelización de los novios. Hace– mos algo. Unas conferencias. Pero... una instrucción profunda, no. Tampoco encaramos el problema con sinceridad: si no van a cum– plir como perfectos católicos mejor se-ría que no se casasen como católicos. La fe obliga muc,ho". Y comienza obligando ahí. A la Iglesia le preocupa eso mucho. Algún día se lo planteará en profundidad. Estamos en unos tiempos en los que ningún· cambio debe sorprendernos. Nosotros firmes en nuestra fe en Cristo, Hijo de Dios, fundador de la Iglesia y de lo¡; Sacramentos. También el del matrimonio. Esa fe de los esposos les obliga, como consecuencia lógica, a cumplir una serie de normas que sirven ante todo para alimentar la misma fe. Porque una fe que no se alimenta: se estiudia, .se aume¡n– ta, se practica, se contrasta con otros pareceres para salir más convencidos de nuestra verdad, es como un traje que queda corto o como un fuego que termina extinguiéndose. Y de esto nos encon– tramos mucmo. Esposos que han quedado con la fe que aprendie~ ron cuando niños, y que ahora se dan cuenta que no vale ni para sus hijos. Y de ahí nacen tremendos conflictos en la familia. 165

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