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Sin llegar a esos extremos examinaremos las pequeñas desave– nencias. El estar sin hablarse, el tirarse los trastos a la cabeza, el de– jar que la indiferencia y el desamor inv:2dan el hogar, no es ir sólo c¡ontra el hogar, sino también contra el mismo ser de cristianos. A lo mejor por la fuerza de la costumbre en muchas de esas familias, para que los hijos no lo advie•rtan, se reza e·l padre nuestro antes de la comida. Sería bueno que rezásemos bien despacio aquello de "per– dónanos nuestras deudas así como..." ¡Cuidado que el Señor nos ha perdonado cosas! Pero si no perdonamos nosotros., El no nos perdo– nará. Hay que saber sobrellevarse, ayudar al otro a vencer el rienaor. Dar oportunidades. para el perdón, porque no todos tienen el mismo carácter. Y a unos les es más fácil que a otros el perdonar. Luchar para. que no triunfe el amor propio, que es el peor enemigo del amor de Dios y del amor del prójimo. Un no al amor propio, y un sí grande, rotundo, como el de la boda, al amo•r mutuo. Hasta conseguir, pese a las dificultades, el ser uno. 'También di.jo Pío XII: "Vuestras almas deben comunicarse hasta ÍOJCmar de las ufos una alma sola". El cristianismo debe comenzar triunfando en el hogar. PoTque si todo el pueblo cristiano, es el "pueblo eilegido de Dios, pueblo sacro y amado", debe .comenzar siéndolo allí donde tiene su mansión el amor, y donde nacen los nuevos hi:jos de Dios. El mal y el bien vie– nen por la raíz. Por ello, San Pablo recomienda tanto esas virtudes que todos pedi– mos a los demás respecto a nosotros, pero que nos olvidamos de prac– ticar con los demás. La misericordia, la bondad, la humildad, la dul– zura, la comprensión. Donde estas virtudes existen es.tamos seguro3 crne reina el amor. Un amor que no se lo puede llevar el viento de una contradicción, sino que durará para siempre. Un amor que haó agradable la convivencia. Porque no hay virtudes más humanas y más divinas que esas. Son como los pétalos de la rosa del amor. 147

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