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gue, no 0s capaz de una intimidad total. Sólo Dios, con su amor in– finito, va a la conquista de eso y lo logra. Por ello también dijo San Pablo: "Vivo yo, mas no yo. Es Cristo quien vive en mí". ¿Pero es que uno, no puede hacer lo que quiera con lo que es ~u– yo? ¿Pero de quién somos? "Las mujeres son comunes, esta es la ley de la Naturaleza", dijo a Diógenes un lujurioso que había sido sorprendido en adulte– rio. Diógenes le contestó: "Las viandas que se sirven a la mesa .5on comunes también, pero una vez hechas las porciones y distribuí– das, se necesita haber pru.-dido toda vergüenza y pund,onor para to– mar Ja parte del vecino. El teatro es común a todos los ciudadanos, pero una vez ocupados todos los sitios, no puedes ni debes arrojar, a tu vecino, para colocarte en su lugar. Las mujeres son comunes, asimismo., pero una vez distribuídas por el legislador, una vez que cada una tiene su maridlo, ¿ te es Hcito no contentarte con fa tuya y tomar la de tu prójimo? Si esto haces, no eres un homb:i-e, sino un lobo carnicero". Nos damos cuenta del concepto que tenían entonces de la mu– jer -que se compraban o se concertaban en el mejor de los ca– sos- y de la finalidad del cuerpo. En medio de este mundo se des– envolvía San Pablo y aontra esa ideología esc(l'ihió su carta. Pero la propiedad es de Dios. El nos ha comprado con su sangre. Lo dijo San Pedro: "No habéis sido rescatados con oro ni con plata, sino con la preciosísima sangre de nuestro Señor Jesucristo". (I. Pet. 1, 17-18). . No podemos disponeT de nuestro cuerpo, ni antes ni después del matrimonio, a nuestro antojo. Una ley divina lo regula. El abuso trae malas consecuencias. San Pablo termina c;omo comenzó. Nuestro cuerpo es ante todo para glorificar con él a Dios. Ya de por sí mismo, como creatura suya, es una gloria, un milagro de Dios .creador. Pero nosotros uti– lizándolo como instrumento para hacer el bien podemos glorificar a Dios a lo largo de la vida. San Francisco de As.fa llamaba al cuerpo "el hermoso asno". Y al final de su vida le pidió perrdón porque a lo me1or alguna vez. le había tratado con demasiada dureza. Había hecho mucha peniten– cia. Pero era para que llevara más ligera su alma hacia Dios. 127
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