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96 de perderlo. /!',.. esta felicidad esencial se añadirán la sociedad de los santos, las satisfacciones de nuestros justos deseos y afectos, ila gloria del cuerpo resucitado, adornado de las dotes de agi– lidad, sutileza, penetrabilidad, impasibilidad, lu– minosidad, incorruptibilidad... Nuestro gozo se,rá completo ,e inexplicable. Ahora bten; ¿Cuál es ,el medto para conseguir toda esa dicha? ¿Cuál es la llav,e que nos abre la puerta del paraíso? (,Cuál es el documento por el cua1 adqui– rimos toda esa rica herencia? Es la gracia santi– ficante. Si somos hijos de Pios, somos también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo (10'1). El día 20 de marzo de 1811, ciento un ,cañonazos anunciaban en ;parís el nacimiento del hijo de Napoleón. A la muerte de su padre heredaría el título de Emperador de los franceses; mientras tanto, se llamaría rey de Roma. Antes de cinco años, Napoleón, v•encido en Waterloo, perdía •el título de Emperador. Al cabo de otros cinco años fallecía en Santa Elena. Once años después moría en Austria el Rey de Roma, sin haber heredado el Imperio francés. Así sucede con las herencias de· la tierra. No son siempre seguras; porque el que las promete no las puede conservar o ,dar; o el que tiene derecho a ellas, no las pued,e recibir. No se verifica esto con la herencia riquísima del cielo. Dios mantiene siempre su palabra y el hombre siempre que quiera podrá r,ecibirla con- (107) Rom., ID, 17.

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